A veces compro tabaco en el bar de la esquina. Bueno, más concretamente en el bar del chaflán de enfrente. Es un bar al que jamás iría a otra cosa que a comprar tabaco. Nada me invita a ello. Hace cosa de un año, cambiaron de dueños e hicieron reforma. Antes de esa reforma, nunca había entrado allí, pero la primera vez que fui, no logré entender qué podrían haber reformado. Es el típico bar de barrio de periferia, con una carencia absoluta de decoración, iluminado por unos tubos fluorescentes que aumentan la tonalidad verde hospital de sus paredes y que dejan a oscuras el interior de la barra. Las bebidas están repartidas por unas baldas baratas y el cartel de "Reservado el derecho de admisión" está impreso en un folio manchado de grasa y semioculto tras el mando a distancia de la máquina de tabaco. Hay cuatro mesas colocadas sin orden, entre las que no se puede transitar por falta de espacio. Lo único que en ese lugar parece tener menos de 25 años es la televisión.
En mi calle, como en casi todas las de Madrid, hay muchos sitios para tomar algo. Cada uno de ellos tiene cierto encanto, un cierto toque de decoración que lo hace cálido y distinto. Uno es tipo árabe, otro, un pub estilo inglés, otro, el local de comida casera de toda la vida, o una cafetería bien servida con un menú de cierto nivel. Pero el bar del chaflán no tiene nada de esto y, en cambio, es tan necesario...
Lo es por las personas que acuden a él. No paso mucho tiempo allí cuando voy. A lo sumo, dos o tres minutos, dependiendo si necesito cambio o no. Pero en ese ratito, me da tiempo a escuchar alguna que otra conversación y a observar al personal. La mayor parte de los clientes van solos. Algunos se toman un café o una copa en silencio, en un rincón, limitándose a observar o a leer el periódico. Otros hablan con la camarera y otros, hablan entre ellos, aunque no hayan ido juntos. Y todos cuentan su historia. Historias duras, en su mayoría. Lo mal que lo pasaron en el 60, cuando tuvieron la polio. Lo mucho que les duele la cadera cuando llega el invierno. Lo duro que es no saber nada de su hija desde que se fue con ese malnacido. Lo insoportable que se hace ir a trabajar con esa mierda de jefe.
Muchos tienen la piel ajada. Otros, enrojecida. Algunos llevan muletas. Otras, abrigos raídos o llenos de lamparones. La voz ronca. La mirada caída. Las manos moradas, a veces.
Por eso es tan necesario ese bar. Mucho más que el de los camareros con pajarita o el del té marroquí. Porque los bares son las iglesias de los ateos. En el bar, te perdonan tus pecados, te resguardan del frío, escuchan tus confesiones y el vino te limpia de culpas y te aplaca el dolor.
Es un símil manido. De ahí, seguramente, el nombre de "parroquianos" para los clientes habituales. Pero es tremendamente cierto. Todos necesitamos nuestros psicólogos, sea uno colegiado, un sacerdote, tu vecina del sexto o tu camarero habitual.
Y probablemente ese bar tan feo y mal iluminado sea el lugar más bello del mundo para quienes sólo son escuchados allí.
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Me gusta mucho él. Por su arrogancia y porque es un showman como la copa de un pino. Y por esta canción.
No Regrets - Robbie Williams
De dónde sale esto.
En mayo de 2009, fui a Los Ángeles en un viaje de trabajo. Se trataba de asistir a un evento anual al que sólo suelen ir los grandes jefes de ciertas empresas, pero ese año, un "gran jefe" no pudo ir y fui yo, una doña nadie. El blog nació sólo como una forma diferente y barata de comunicarme con mi familia y amigos mientras estaba allí, a 9 horas de distancia temporal. Pero luego, le cogí el gustillo y, aunque ya no estoy allí, sino en Madrid, considero que nuestras vidas son unas grandes súper producciones y que yo, al fin y al cabo, sigo siendo una doña nadie en Hollywood.
miércoles, 15 de diciembre de 2010
sábado, 11 de diciembre de 2010
Cosas de la edad.
Cuando eres niño, las horas parecen no pasar. Las tardes de domingo son eternas. Nunca llega la hora del recreo. La noche de Reyes siempre está lejísimos. Y cumplir los 18 es algo que parece inalcanzable. Los mayores te dicen que el tiempo pasa muy deprisa y tú no lo crees. Y luego, eres mayor y no puedes creerte que el tiempo haya pasado tan deprisa.
Un martes viene casi después del jueves. Septiembre parece el mes siguiente a marzo. Los 35 se cumplen el año siguiente a los 23.
Y no te das cuenta de que pasa la vida. Y ves a tus coetáneos y te parecen unos carrozas. Y te crees que tú no lo pareces. Y no entiendes por qué te llaman de usted, ni por qué ya no te sienta bien la ropa de la planta joven de El Corte Inglés.
Probablemente es porque, para algunos, sólo envejece el cuerpo. El espíritu o lo que sea, madura, se moldea... pero no llega a envejecer.
He encontrado un blog que seguramente muchos de vosotros ya conocíais, porque es muy famoso. En cambio, yo no lo he visto hasta hoy. Es el blog de María Amalia, una mujer que, con 95 años y la ayuda de su nieto, comenzó a escribir en Internet. María Amalia murió el año pasado, pero el blog se mantiene vivo. Le he echado un vistazo y me he encontrado con una mujer tremendamente joven, que aun nonagenaria, seguía teniendo la misma curiosidad y la misma capacidad de sorpresa que cualquier niño de ocho.
Y, como ella, hay cientos de miles de ancianos cuya mente no vive conforme a su edad. Cuya mente vive conforme a la vida. Gente que, ante las novedades se niega a decir cosas como "eso ya no es para mí".
Me ha encantado una frase suya, fabulosa: "Y el joven no se da cuenta de las dificultades que tiene el viejo, porque nunca fue viejo."
Una anciana como ella, como tantos otros, nunca ha sido vieja en realidad. Los viejos son viejos desde antes, desde muy jóvenes.
Es difícil desarraigarse de la cultura en la que uno nace, de las creencias que nos inculcan desde pequeños, de las limitaciones que nos pone la sociedad, el qué dirán, lo que está bien visto, lo que es "normal", lo que "debe ser". Pero la juventud reside en la apertura mental. Reside en ser curioso y plantearse por qué los demás son distintos, por qué actúan de manera diferente, por qué las cosas son así ahora y no como cuando éramos jóvenes. Reside en tener ilusión por seguir conociendo, por seguir preguntando y preguntándose. Como decía María Amalia, "El preguntar no tiene cancela."
Cuántos mueren viejos con 23 años y cuántos mueren jóvenes con 98, con toda la vida por delante...
----------
Hoy, la canción va dedicada a un joven amigo y lector mío que siempre será joven, aunque ayer cumpliera nada menos que 28 años. Sé que te gusta:
Let's Dance - David Bowie
Un martes viene casi después del jueves. Septiembre parece el mes siguiente a marzo. Los 35 se cumplen el año siguiente a los 23.
Y no te das cuenta de que pasa la vida. Y ves a tus coetáneos y te parecen unos carrozas. Y te crees que tú no lo pareces. Y no entiendes por qué te llaman de usted, ni por qué ya no te sienta bien la ropa de la planta joven de El Corte Inglés.
Probablemente es porque, para algunos, sólo envejece el cuerpo. El espíritu o lo que sea, madura, se moldea... pero no llega a envejecer.
He encontrado un blog que seguramente muchos de vosotros ya conocíais, porque es muy famoso. En cambio, yo no lo he visto hasta hoy. Es el blog de María Amalia, una mujer que, con 95 años y la ayuda de su nieto, comenzó a escribir en Internet. María Amalia murió el año pasado, pero el blog se mantiene vivo. Le he echado un vistazo y me he encontrado con una mujer tremendamente joven, que aun nonagenaria, seguía teniendo la misma curiosidad y la misma capacidad de sorpresa que cualquier niño de ocho.
Y, como ella, hay cientos de miles de ancianos cuya mente no vive conforme a su edad. Cuya mente vive conforme a la vida. Gente que, ante las novedades se niega a decir cosas como "eso ya no es para mí".
Me ha encantado una frase suya, fabulosa: "Y el joven no se da cuenta de las dificultades que tiene el viejo, porque nunca fue viejo."
Una anciana como ella, como tantos otros, nunca ha sido vieja en realidad. Los viejos son viejos desde antes, desde muy jóvenes.
Es difícil desarraigarse de la cultura en la que uno nace, de las creencias que nos inculcan desde pequeños, de las limitaciones que nos pone la sociedad, el qué dirán, lo que está bien visto, lo que es "normal", lo que "debe ser". Pero la juventud reside en la apertura mental. Reside en ser curioso y plantearse por qué los demás son distintos, por qué actúan de manera diferente, por qué las cosas son así ahora y no como cuando éramos jóvenes. Reside en tener ilusión por seguir conociendo, por seguir preguntando y preguntándose. Como decía María Amalia, "El preguntar no tiene cancela."
Cuántos mueren viejos con 23 años y cuántos mueren jóvenes con 98, con toda la vida por delante...
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Hoy, la canción va dedicada a un joven amigo y lector mío que siempre será joven, aunque ayer cumpliera nada menos que 28 años. Sé que te gusta:
Let's Dance - David Bowie
lunes, 6 de diciembre de 2010
Confesiones de una lectora.
Creo que nunca he tardado tanto en terminar de leer un libro. Llevo con este desde principios de octubre. Y no es que sea especialmente largo. Es porque suelo dedicarle a la lectura un rato por las noches, antes de apagar la luz y en estos dos meses, la mayor parte de las veces, me he dormido enseguida (debería estar contenta, es una buena señal para alguien como yo, que tiene el sueño difícil).
El caso es que no me importa que me esté durando tanto, porque no quiero dejar de leerlo. No se trata de gran literatura, ni tampoco es una historia de esas que te tienen en vilo. Ni siquiera me siento identificada con el ambiente en el que está inspirado. Más bien al contrario, creo que se trata de una de las pocas veces que un libro me engancha precisamente por lo poco identificada que me siento con el personaje y con su forma de ser.
Cuando lo compré, en la Fnac, buscaba algo ligero, simplón. Algo con humor que no me hiciera pensar. Se titula "Confesiones de un camarero" y pensé que se trataba de una recopilación de posts del blog Waiter Rant (http://waiterrant.net), donde un camarero contaba las vicisitudes de su profesión.
De lo que en realidad se trata es de una especie de relato de cómo y por qué un hombre que iba para sacerdote, llega a ser camarero, tras fracasar en sus incursiones en el mundo del marketing y de los servicios sociales en centros de rehabilitación y de cómo es el día a día de un restaurante italiano de nivel medio-alto en Nueva York, desde el punto de vista de sus empleados.
El narrador/descriptor es un hombre de 38 años con bastantes callos en el alma. Es un tipo duro, que no oculta su seguridad en sí mismo, ni lo mucho que se quiere. Y que no tiene pelos en la lengua. Y eso es lo que me encanta, que al leerlo, parece darle una bofetada a mi mente ingenua, diciéndole "espabila". No me cuenta lo que quiero leer. A veces, me desagradan ciertas opiniones o actitudes que él defiende, pero eso es precisamente lo que me gusta del libro. E, incluso, lo que hace que termine "sintiendo" algo por él. No hace un dibujo bonito de sí mismo, ni de su profesión, pero está diciéndome todo el rato: "esto es lo que hay" y me resulta tan sincero que, me gusta "lo que hay".
Muchas veces, incomprensiblemente, me siento mucho mejor cuando tengo que intentar comprender a alguien que cuando encuentro a alguien que me comprenda a mí. Seguramente es porque lo único que me hace verdadera ilusión en esta vida es la posibilidad de aprender, casi "lo que sea".
----------
Siempre he dicho que la música pop española no me fascina. No soy fan de Mecano (salvo de los inicios), ni de Alejandro Sanz, ni mucho menos de La Oreja de Van Gogh. Especialmente estos dos últimos ejemplos, me repatean. Pero hay un grupo que forma parte de esas extrañas excepciones que confirman esta regla: Radio Futura. La voz del tremendamente atractivo Santiago Auserón, ayuda bastante. Así que hoy elijo un tema de este grupo, del año 1985, que me encantaba en su momento y que para mí ha aguantado el paso del tiempo.
Han caído los dos - Radio Futura.
El caso es que no me importa que me esté durando tanto, porque no quiero dejar de leerlo. No se trata de gran literatura, ni tampoco es una historia de esas que te tienen en vilo. Ni siquiera me siento identificada con el ambiente en el que está inspirado. Más bien al contrario, creo que se trata de una de las pocas veces que un libro me engancha precisamente por lo poco identificada que me siento con el personaje y con su forma de ser.
Cuando lo compré, en la Fnac, buscaba algo ligero, simplón. Algo con humor que no me hiciera pensar. Se titula "Confesiones de un camarero" y pensé que se trataba de una recopilación de posts del blog Waiter Rant (http://waiterrant.net), donde un camarero contaba las vicisitudes de su profesión.
De lo que en realidad se trata es de una especie de relato de cómo y por qué un hombre que iba para sacerdote, llega a ser camarero, tras fracasar en sus incursiones en el mundo del marketing y de los servicios sociales en centros de rehabilitación y de cómo es el día a día de un restaurante italiano de nivel medio-alto en Nueva York, desde el punto de vista de sus empleados.
El narrador/descriptor es un hombre de 38 años con bastantes callos en el alma. Es un tipo duro, que no oculta su seguridad en sí mismo, ni lo mucho que se quiere. Y que no tiene pelos en la lengua. Y eso es lo que me encanta, que al leerlo, parece darle una bofetada a mi mente ingenua, diciéndole "espabila". No me cuenta lo que quiero leer. A veces, me desagradan ciertas opiniones o actitudes que él defiende, pero eso es precisamente lo que me gusta del libro. E, incluso, lo que hace que termine "sintiendo" algo por él. No hace un dibujo bonito de sí mismo, ni de su profesión, pero está diciéndome todo el rato: "esto es lo que hay" y me resulta tan sincero que, me gusta "lo que hay".
Muchas veces, incomprensiblemente, me siento mucho mejor cuando tengo que intentar comprender a alguien que cuando encuentro a alguien que me comprenda a mí. Seguramente es porque lo único que me hace verdadera ilusión en esta vida es la posibilidad de aprender, casi "lo que sea".
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Siempre he dicho que la música pop española no me fascina. No soy fan de Mecano (salvo de los inicios), ni de Alejandro Sanz, ni mucho menos de La Oreja de Van Gogh. Especialmente estos dos últimos ejemplos, me repatean. Pero hay un grupo que forma parte de esas extrañas excepciones que confirman esta regla: Radio Futura. La voz del tremendamente atractivo Santiago Auserón, ayuda bastante. Así que hoy elijo un tema de este grupo, del año 1985, que me encantaba en su momento y que para mí ha aguantado el paso del tiempo.
Han caído los dos - Radio Futura.
martes, 16 de noviembre de 2010
De coches y hombres.
Tengo una manía bastante común: me fijo mucho en los coches y en las matrículas. Si veo por ahí un coche, sé si es de mi barrio. Lo hago de una forma natural. Seguramente esa costumbre venga de un entretenimiento que mi padre solía proponernos cuando éramos pequeñas, para que no diéramos mucho la lata en los viajes, que consistía en contar la cantidad de coches de un modelo determinado que veíamos o en sumar las matrículas... cosas así. Por eso recuerdo todos los números de matrícula de los coches de mi padre (y ha tenido 10) y de los de mis amigos, compañeros, familia, etc. (Parezco un poco psicópata, pero lo hago sin querer... como los psicópatas, sí).
Recuerdo que un soleado mediodía, allá por 1999, estaba esperando en un semáforo junto al Ramón y Cajal. Detrás de mí había un coche azul marino, conducido por un hombre espectacular, que iba acompañado del que podría ser su padre. Me encantó su gesto, su pelo, su forma de moverse... Y me quedé con la matrícula, por si le volvía a ver. Y, efectivamente, así fue. Volví a ver ese coche y esa matrícula en el 2008, mientras yo cruzaba a pie el Paseo de las Delicias. No sé si tendría el mismo dueño. Por supuesto, sigo recordando la matrícula perfectísimamente. En cambio, al chico sería incapaz de reconocerle por la calle.
El caso es que tengo mis propias estadísticas con los coches. Aquí van algunos resultados de mis estudios.
Algunos días, cuando llego al garaje, suele haber un coche aparcado delante de la puerta, con la doble intermitencia puesta. Curiosamente, la mayor parte de las veces, se trata de un Seat Ibiza ¡y nunca es el mismo! Lo que me lleva a pensar que los dueños de los Seat Ibiza tienen cierta pereza a la hora de buscar aparcamiento, o son propensos a parar "un momentito", o suelen ir a recoger o a dejar a su novio/amigo/padre/suegra en su casa, o simplemente son aficionados a tocar las narices.
Otras personas se dedican, impunemente, a aparcar en las plazas reservadas a los minusválidos, sin serlo. Y estos suelen portar automóviles caros, como Audis, Mercedes, BMWs y demás. A veces pienso que es porque, además de poca vergüenza, tienen mucha pasta para permitirse la multa.
Si alguna vez tenéis oportunidad, fijaos en los Opel Astra de color gris plateado de hace unos diez años. Veréis que, con asombrosa frecuencia, la matrícula es de Toledo y las letras son AF o AX, o A algo, en todo caso.
Es curioso observar a un coche y a su dueño. Tenía un compañero soso a más no poder. Físicamente era alto, delgado y desgarbado y no demasiado agraciado. Era aburrido sólo con mirarle. Cuando vi su coche, no me lo podía creer: tenía un deportivo de lo más agresivo. Tal vez es por eso que dicen de que a veces los hombres suplen con el coche sus propias carencias. Claro, que también dicen que el coche es una prolongación del pene, pero en el caso concreto de este muchacho no lo puedo aplicar, por falta de conocimiento (y de ganas, por supuesto).
Los coches dicen mucho de sus dueños. Y la verdad es que el mío no habla nada bien de mí.
No sé por qué tendré esta costumbre. Tal vez en otra vida fui guardia civil.
De todas formas, los coches y los hombres (refiriéndome exclusivamente al género masculino), tienen mucho que ver. El coche perfecto seguramente se parezca mucho al hombre perfecto: diseño italiano, seguridad alemana, precisión japonesa y elegancia inglesa.
----------
No, tranquilos, hoy no haré como ayer, que os dejé media discoteca. Hoy sólo dejo un tema, pero seleccionado con cuidado. Uno del 85. Uno de mis favoritos.
Heartbeat city - The Cars
Recuerdo que un soleado mediodía, allá por 1999, estaba esperando en un semáforo junto al Ramón y Cajal. Detrás de mí había un coche azul marino, conducido por un hombre espectacular, que iba acompañado del que podría ser su padre. Me encantó su gesto, su pelo, su forma de moverse... Y me quedé con la matrícula, por si le volvía a ver. Y, efectivamente, así fue. Volví a ver ese coche y esa matrícula en el 2008, mientras yo cruzaba a pie el Paseo de las Delicias. No sé si tendría el mismo dueño. Por supuesto, sigo recordando la matrícula perfectísimamente. En cambio, al chico sería incapaz de reconocerle por la calle.
El caso es que tengo mis propias estadísticas con los coches. Aquí van algunos resultados de mis estudios.
Algunos días, cuando llego al garaje, suele haber un coche aparcado delante de la puerta, con la doble intermitencia puesta. Curiosamente, la mayor parte de las veces, se trata de un Seat Ibiza ¡y nunca es el mismo! Lo que me lleva a pensar que los dueños de los Seat Ibiza tienen cierta pereza a la hora de buscar aparcamiento, o son propensos a parar "un momentito", o suelen ir a recoger o a dejar a su novio/amigo/padre/suegra en su casa, o simplemente son aficionados a tocar las narices.
Otras personas se dedican, impunemente, a aparcar en las plazas reservadas a los minusválidos, sin serlo. Y estos suelen portar automóviles caros, como Audis, Mercedes, BMWs y demás. A veces pienso que es porque, además de poca vergüenza, tienen mucha pasta para permitirse la multa.
Si alguna vez tenéis oportunidad, fijaos en los Opel Astra de color gris plateado de hace unos diez años. Veréis que, con asombrosa frecuencia, la matrícula es de Toledo y las letras son AF o AX, o A algo, en todo caso.
Es curioso observar a un coche y a su dueño. Tenía un compañero soso a más no poder. Físicamente era alto, delgado y desgarbado y no demasiado agraciado. Era aburrido sólo con mirarle. Cuando vi su coche, no me lo podía creer: tenía un deportivo de lo más agresivo. Tal vez es por eso que dicen de que a veces los hombres suplen con el coche sus propias carencias. Claro, que también dicen que el coche es una prolongación del pene, pero en el caso concreto de este muchacho no lo puedo aplicar, por falta de conocimiento (y de ganas, por supuesto).
Los coches dicen mucho de sus dueños. Y la verdad es que el mío no habla nada bien de mí.
No sé por qué tendré esta costumbre. Tal vez en otra vida fui guardia civil.
De todas formas, los coches y los hombres (refiriéndome exclusivamente al género masculino), tienen mucho que ver. El coche perfecto seguramente se parezca mucho al hombre perfecto: diseño italiano, seguridad alemana, precisión japonesa y elegancia inglesa.
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No, tranquilos, hoy no haré como ayer, que os dejé media discoteca. Hoy sólo dejo un tema, pero seleccionado con cuidado. Uno del 85. Uno de mis favoritos.
Heartbeat city - The Cars
lunes, 15 de noviembre de 2010
Belleza.
Cuando tenía unos quince años, había un chico en mi colegio, unos tres años mayor que yo, al que recuerdo saliendo de clase, en la calle, con un plumas Roc Neige azul marino y rojo, sin mangas, bajo el que llevaba una impoluta camisa blanca. Tenía un pelo precioso, castaño claro, que brillaba muchísimo cuando le daba el sol y cuyo flequillo se movía graciosamente cuando él resoplaba hacia arriba. Además, su sonrisa era simplemente deslumbrante. Nunca llegué a cruzar una palabra con él. Nunca supe si era simpático, o inteligente, o dulce. Pero, cada vez que le veía, me entraban unas enormes e incontenibles ganas de llorar. Se me ponía un nudo en la garganta y en el estómago, se me saltaban las lágrimas y una enorme emoción física me recorría. Sólo por su belleza. Sólo por contemplarle. Jamás ocupó un lugar en mi corazón, pero mi reacción física era instantánea.
Aquello volvió a sucederme un 25 de julio, el día que subí a lo alto de Notre Dame de París. El sol se reflejaba en el Sena. Estar allí, junto a las gárgolas, hizo que mis lágrimas salieran a borbotones y que me faltase la respiración. Lloraba con una enorme sonrisa. Lo recuerdo como uno de los momentos más felices de mi vida. Ese día fui FELIZ, con mayúsculas. Y eso, a pesar de estar enferma, sola y muchas cosas más.
Fue la misma emoción que sentí al borde de Cabo Vidío, en Asturias. Siempre he dicho que, si me pierdo, me busquen allí. He ido ya muchas veces, pero la primera se me metió dentro.
Así que, claro que puedo entender lo que le sucedió a Stendhal en la Santa Croce (aunque allí, a mí no me sucediera lo mismo). Soy tremendamente sensible a la belleza. Una belleza que puede estar en cualquier parte y en cualquier cosa o en cualquier escena. Una belleza que me remueve físicamente, que hace que mis emociones exploten en forma de lágrimas y de felicidad.
La belleza también duele, pero es un dolor tan placentero...
----------
Hoy me apetecería dejar cientos de canciones, así que voy a poner más de una. Todas ellas, me han hecho llorar de belleza.
Europa (Earth's Cry Heaven's Smile) - Santana
Smile - Nat King Cole
The way we were - Barbra Streisand
Unfinished Sympathy - Massive Attack
When the body speaks - Depeche Mode
Aquello volvió a sucederme un 25 de julio, el día que subí a lo alto de Notre Dame de París. El sol se reflejaba en el Sena. Estar allí, junto a las gárgolas, hizo que mis lágrimas salieran a borbotones y que me faltase la respiración. Lloraba con una enorme sonrisa. Lo recuerdo como uno de los momentos más felices de mi vida. Ese día fui FELIZ, con mayúsculas. Y eso, a pesar de estar enferma, sola y muchas cosas más.
Fue la misma emoción que sentí al borde de Cabo Vidío, en Asturias. Siempre he dicho que, si me pierdo, me busquen allí. He ido ya muchas veces, pero la primera se me metió dentro.
Así que, claro que puedo entender lo que le sucedió a Stendhal en la Santa Croce (aunque allí, a mí no me sucediera lo mismo). Soy tremendamente sensible a la belleza. Una belleza que puede estar en cualquier parte y en cualquier cosa o en cualquier escena. Una belleza que me remueve físicamente, que hace que mis emociones exploten en forma de lágrimas y de felicidad.
La belleza también duele, pero es un dolor tan placentero...
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Hoy me apetecería dejar cientos de canciones, así que voy a poner más de una. Todas ellas, me han hecho llorar de belleza.
Europa (Earth's Cry Heaven's Smile) - Santana
Smile - Nat King Cole
The way we were - Barbra Streisand
Unfinished Sympathy - Massive Attack
When the body speaks - Depeche Mode
jueves, 11 de noviembre de 2010
Orden y caos.
Estoy viendo un curioso documental sobre el orden y el desorden. En él hacen una serie de reflexiones acerca de las ventajas y desventajas de ser ordenado.
"El desorden es parte del orden natural", acaban de decir. Y que el otoño es la estación más desordenada de todas... Mmmmm... bueno. La Naturaleza tiene, sin duda, un orden. Pero el caos también es parte de ese orden...
Sobre las personas, cuentan que el desorden es una señal indudable de personalidad y que la gente desordenada suele tener mejores sueldos que los individuos más pulcros. Me parece mucho decir. En general, me he encontrado con muchos más jefes cuidadosos que desordenados.
Una de las razones que suelen darme para convencerme de que es mucho mejor ser ordenado es que teniéndolo todo bien colocado y guardado se ahorra uno mucho tiempo. ¿Seguro? ¿Y si no fuera así?
Vamos a ver: si yo llego a casa, dejo el bolso colgado en el picaporte de una puerta, el abrigo al pie de una cama, los zapatos en el suelo y el resto de mi ropa, la tiro sobre la silla ¿cuánto he tardado? Unos dos minutos.
En cambio, si entro en casa, meto el bolso en su armario, cuelgo el abrigo en una percha, meto las botas en el zapatero y guardo todas y cada una de las prendas que me quito, dobladas en su estantería (si no hay que echarlas a lavar, que eso sí que es lo más cómodo del mundo), ¿cuánto tardo? Probablemente, no menos de diez minutos. He perdido ocho.
Al día siguiente, si salgo de nuevo, tendré que volver a buscar el bolso en el armario, descolgar el abrigo de la percha, coger los zapatos del zapatero... De la otra forma, "a mi manera", ¡está todo a mano!
En el peor de los casos, si no encuentro algo por mi desorden, ¿qué voy a perder buscándolo? ¿ocho minutos? ¿algo más? El tiempo queda compensado.
No voy a discutir, desde luego, que estéticamente es mucho mejor ser ordenado. Cuando espero visita en casa, lo primero que hago es ordenarlo todo. Y tampoco voy a defender, en absoluto, que ese desorden tenga que conllevar suciedad. Ni hablar. No soporto la suciedad.
Se trata de sentirse a gusto con uno mismo. El que es ordenado no realiza esfuerzos para colocar sus cosas. Lo hace de forma natural, porque se siente feliz así. Los desordenados también lo hacemos de forma natural. Además, solemos tener memoria fotográfica y en nuestro caos también tenemos nuestro orden. Es más... cuando me da por ordenar algo o por colocarlo en su sitio, es cuando no lo encuentro, porque he actuado contra mi propia lógica y luego, me cuesta deducir dónde está. Si yo dejo siempre el bolso colgado del picaporte de una puerta, siempre iré a buscarlo allí.
En fin... los desordenados somos unos incomprendidos. No parecemos lógicos. Bueno, tenemos una lógica diferente, así de simple.
----------
Hoy, después de este discursito, una canción de "a mí, plin". Una canción que me encanta desde siempre.
Raindrops keep falling on my head - B.J. Thomas
"El desorden es parte del orden natural", acaban de decir. Y que el otoño es la estación más desordenada de todas... Mmmmm... bueno. La Naturaleza tiene, sin duda, un orden. Pero el caos también es parte de ese orden...
Sobre las personas, cuentan que el desorden es una señal indudable de personalidad y que la gente desordenada suele tener mejores sueldos que los individuos más pulcros. Me parece mucho decir. En general, me he encontrado con muchos más jefes cuidadosos que desordenados.
Una de las razones que suelen darme para convencerme de que es mucho mejor ser ordenado es que teniéndolo todo bien colocado y guardado se ahorra uno mucho tiempo. ¿Seguro? ¿Y si no fuera así?
Vamos a ver: si yo llego a casa, dejo el bolso colgado en el picaporte de una puerta, el abrigo al pie de una cama, los zapatos en el suelo y el resto de mi ropa, la tiro sobre la silla ¿cuánto he tardado? Unos dos minutos.
En cambio, si entro en casa, meto el bolso en su armario, cuelgo el abrigo en una percha, meto las botas en el zapatero y guardo todas y cada una de las prendas que me quito, dobladas en su estantería (si no hay que echarlas a lavar, que eso sí que es lo más cómodo del mundo), ¿cuánto tardo? Probablemente, no menos de diez minutos. He perdido ocho.
Al día siguiente, si salgo de nuevo, tendré que volver a buscar el bolso en el armario, descolgar el abrigo de la percha, coger los zapatos del zapatero... De la otra forma, "a mi manera", ¡está todo a mano!
En el peor de los casos, si no encuentro algo por mi desorden, ¿qué voy a perder buscándolo? ¿ocho minutos? ¿algo más? El tiempo queda compensado.
No voy a discutir, desde luego, que estéticamente es mucho mejor ser ordenado. Cuando espero visita en casa, lo primero que hago es ordenarlo todo. Y tampoco voy a defender, en absoluto, que ese desorden tenga que conllevar suciedad. Ni hablar. No soporto la suciedad.
Se trata de sentirse a gusto con uno mismo. El que es ordenado no realiza esfuerzos para colocar sus cosas. Lo hace de forma natural, porque se siente feliz así. Los desordenados también lo hacemos de forma natural. Además, solemos tener memoria fotográfica y en nuestro caos también tenemos nuestro orden. Es más... cuando me da por ordenar algo o por colocarlo en su sitio, es cuando no lo encuentro, porque he actuado contra mi propia lógica y luego, me cuesta deducir dónde está. Si yo dejo siempre el bolso colgado del picaporte de una puerta, siempre iré a buscarlo allí.
En fin... los desordenados somos unos incomprendidos. No parecemos lógicos. Bueno, tenemos una lógica diferente, así de simple.
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Hoy, después de este discursito, una canción de "a mí, plin". Una canción que me encanta desde siempre.
Raindrops keep falling on my head - B.J. Thomas
viernes, 5 de noviembre de 2010
Por encima de nosotros.
Una vez, me dijo un psiquiatra que los seres humanos estábamos utilizando tecnología del siglo XXI con emociones del siglo XIX.
Me pareció, entonces (aún estábamos en el siglo XX), una verdad como un templo y aún lo sigo pensando.
Tenemos unos avances técnicos que hace sólo 30 años, la mayoría ni podíamos soñar. ¿Y para qué los utilizamos? Para lo mismo que nuestros antepasados usaban la pluma y las cartas, los carruajes, el arco y la flecha... Tenemos millones de aparatos nuevos para conseguir los mismos fines de siempre, pero de una forma mucho más rápida.
Y lo malo es que toda esta nueva tecnología la seguimos usando los mismos descerebrados. ¿O lo somos más aún? Por ejemplo, me pregunto si antiguamente también había niñatos que le cogían a su padre el coche de caballos y se ponían a correr sobre los adoquines de la villa, a toda velocidad sólo para impresionar a la rubia de turno.
Cartas de amor se han escrito siempre, pero en eso, seguro que hemos cambiado. Principalmente, porque en la antigüedad, pocos sabían escribir y quienes lo hacían, lo hacían bien. Hoy lo sabe hacer casi todo el mundo y cada vez peor. Lo que antes se decía usando al menos diez líneas de una cuartilla, con una hermosa y enrevesada caligrafía y a veces sobre papel perfumado, hoy se resume en tres caracteres sobre una pantalla retroiluminada por LED: "tkm".
Tal vez, a medida que la tecnología avanza, nuestro cerebro retrocede. Tal vez estamos creando un monstruo que un día podrá con nosotros (sé que este pensamiento no tiene nada de novedoso). No es que creemos máquinas cada vez más potentes y nosotros sigamos siendo los mismos. Es que creo que a medida que se perfeccionan estos inventos, nosotros empeoramos. Como si nos relajáramos, cediendo el poder a estos aparatitos. Ahora que cada vez cuesta menos hacer las cosas, nos hacemos más vagos.
Antes, no hace tanto, escribir una carta a máquina (hablo de una Underwood o incluso de una Olivetti), costaba bastante trabajo. Había que enrollar correctamente el papel en el rodillo, teclear fuertemente para marcar las letras y empujar el carro para pasar de línea. Por no hablar de corregir errores: había que tener a mano el Tipp-ex y ponerlo exactamente sobre la letra errónea. Y aun así, escribíamos las palabras y las frases enteras.
Hoy en día, no hay papel, los teclados son tremendamente suaves y se borra todo con una sola tecla. Y si escribimos en el móvil, sólo usamos un dedo para todo y la opción de texto predictivo nos da la palabra hecha. Y todas estas facilidades sólo han llevado a la extinción de palabras como "porque", "también", "qué" o "mensaje".
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Hala, ya he acabado mi breve reflexión. Finalizo con una canción que, durante mucho tiempo, cantaba a diario en la ducha:
No ordinary love - Sade
Me pareció, entonces (aún estábamos en el siglo XX), una verdad como un templo y aún lo sigo pensando.
Tenemos unos avances técnicos que hace sólo 30 años, la mayoría ni podíamos soñar. ¿Y para qué los utilizamos? Para lo mismo que nuestros antepasados usaban la pluma y las cartas, los carruajes, el arco y la flecha... Tenemos millones de aparatos nuevos para conseguir los mismos fines de siempre, pero de una forma mucho más rápida.
Y lo malo es que toda esta nueva tecnología la seguimos usando los mismos descerebrados. ¿O lo somos más aún? Por ejemplo, me pregunto si antiguamente también había niñatos que le cogían a su padre el coche de caballos y se ponían a correr sobre los adoquines de la villa, a toda velocidad sólo para impresionar a la rubia de turno.
Cartas de amor se han escrito siempre, pero en eso, seguro que hemos cambiado. Principalmente, porque en la antigüedad, pocos sabían escribir y quienes lo hacían, lo hacían bien. Hoy lo sabe hacer casi todo el mundo y cada vez peor. Lo que antes se decía usando al menos diez líneas de una cuartilla, con una hermosa y enrevesada caligrafía y a veces sobre papel perfumado, hoy se resume en tres caracteres sobre una pantalla retroiluminada por LED: "tkm".
Tal vez, a medida que la tecnología avanza, nuestro cerebro retrocede. Tal vez estamos creando un monstruo que un día podrá con nosotros (sé que este pensamiento no tiene nada de novedoso). No es que creemos máquinas cada vez más potentes y nosotros sigamos siendo los mismos. Es que creo que a medida que se perfeccionan estos inventos, nosotros empeoramos. Como si nos relajáramos, cediendo el poder a estos aparatitos. Ahora que cada vez cuesta menos hacer las cosas, nos hacemos más vagos.
Antes, no hace tanto, escribir una carta a máquina (hablo de una Underwood o incluso de una Olivetti), costaba bastante trabajo. Había que enrollar correctamente el papel en el rodillo, teclear fuertemente para marcar las letras y empujar el carro para pasar de línea. Por no hablar de corregir errores: había que tener a mano el Tipp-ex y ponerlo exactamente sobre la letra errónea. Y aun así, escribíamos las palabras y las frases enteras.
Hoy en día, no hay papel, los teclados son tremendamente suaves y se borra todo con una sola tecla. Y si escribimos en el móvil, sólo usamos un dedo para todo y la opción de texto predictivo nos da la palabra hecha. Y todas estas facilidades sólo han llevado a la extinción de palabras como "porque", "también", "qué" o "mensaje".
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Hala, ya he acabado mi breve reflexión. Finalizo con una canción que, durante mucho tiempo, cantaba a diario en la ducha:
No ordinary love - Sade
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