De dónde sale esto.

En mayo de 2009, fui a Los Ángeles en un viaje de trabajo. Se trataba de asistir a un evento anual al que sólo suelen ir los grandes jefes de ciertas empresas, pero ese año, un "gran jefe" no pudo ir y fui yo, una doña nadie. El blog nació sólo como una forma diferente y barata de comunicarme con mi familia y amigos mientras estaba allí, a 9 horas de distancia temporal. Pero luego, le cogí el gustillo y, aunque ya no estoy allí, sino en Madrid, considero que nuestras vidas son unas grandes súper producciones y que yo, al fin y al cabo, sigo siendo una doña nadie en Hollywood.

martes, 20 de abril de 2010

Buscando mi identidad... en la comisaría.

20:17 del 20 de abril. Arranco rauda y veloz mi níveo automóvil para encaminarme a la Comisaría de Policía de la madrileña calle de Santa Engracia. No, no temáis. No he delinquido. Simplemente, he vuelto a perder el carnet de identidad.

Hacía más de un mes que había solicitado cita por Internet y hoy era la fecha más temprana y la hora más tardía, así que ya tenía ganas de poder dejar el pasaporte en casa, que ocupa demasiado sitio en la cartera y me hace sentir inmigrante en mi propio país cuando lo enseño en el supermercado para justificar que esa Visa Electrón es mía.

Así que, tras soportar los interminables semáforos de las calles José Abascal y Miguel Ángel (¿nadie se ha fijado en lo mucho que tardan en ponerse en verde y lo poco que tardan en ponerse en rojo?), logro aparcar más o menos cerca de mi destino.

La cita era a las 20:45 y yo he entrado por la puerta a las 20:52. El policía me atiende amablemente y me pregunta qué deseo. Le explico mis intenciones y me mira con cara de "vaya, va a ser que no". Llama a un compañero funcionario y, mientras llega, reparo en que estoy siendo observada y casi juzgada por sus otros 12 compañeros funcionarios y, que además, yo soy la única "cliente" de la sala. El funcionario llega y me confirma que, efectivamente, va a ser que no. Resulta que, al tratarse de la última cita del día, sólo me dan 5 minutos de cortesía y ya han apagado los ordenadores. Otra vez será.

Yo he puesto cara de "vaya por Dios, qué mala suerte, ahora otro mes con el pasaporte en el bolso, por qué habré venido por José Abascal y no habré atajado por Modesto Lafuente". Entonces, cuando ya estaba a punto de irme cabizbaja y afligida, el funcionario se ha apiadado de mí y me ha dicho que, si puedo volver mañana, me atenderán, previa presentación de un papelito con el escudo de la Policía y con el sello de la comisaría. Qué majos.

Así que me he vuelto a mi níveo automóvil, paradójicamente contenta. ¿Que por qué? Pues porque me he ido con la sensación de que una sonrisa, una buena cara y una disculpa valen siempre más que un cabreo manifiesto. Me ha dado la impresión de que si en ese momento, yo hubiera empezado a decir cosas como "no hay vergüenza en este país, sois todos una panda de vagos, una quiere ser legal y se lo impiden, haces dos horas más de tu horario todos los días, por lo que llegas tarde a la comisaría y resulta que los señoritos 'han apagado el ordenador a las 20:50 en punto', seguro que esto no les pasa a los políticos, para qué pago mis impuestos, etc., etc.", posiblemente me habría vuelto a mi casita con una furia incontenible y... con otra cita para el 20 de mayo.

No quiero ser ejemplo de nada (no lo soy, no toméis ejemplo de mí, que no os conviene), pero creo que he hecho bien en poner cara de buena. Cuando a mí me ponen cara de bueno... se me acaban los argumentos.

lunes, 19 de abril de 2010

Qué pequeñajos somos.

Hoy me han pasado muchas cosas que han hecho de hoy un día único y completamente diferente al resto. Como supongo que habrá pasado también en vuestro día, ha habido risas, prisas, pausas... Pero, como no ha venido nadie a limpiar "los altos", ni he podido comprarme nada en Rodeo Drive, he decidido hacer una reflexión que, si bien viene motivada por un hecho puntual, podría ser absolutamente intemporal.

Y la reflexión es "qué pequeñajos somos". Pequeñaja soy, aunque tenga sobrepeso. Pequeñaja soy ante la Naturaleza.

Sé que es un tema algo manido, pero hay que pararse a pensarlo un poco...

Resulta que somos la leche. Nos llamamos por teléfono sin usar las manos. Lo de viajar a la Luna ya nos parece tal nimiedad que decidimos que es mucho mejor probar cosas nuevas e ir a Marte. Nos depilamos con láser. Damos a un botoncito y el horno se limpia solo. Las luces pueden encenderse a nuestro paso. Puedo llamar por teléfono a mi persiana para que se baje sola... ¡Somos listísimos!

Pero... un día, la Madre Naturaleza, así, con toda su naturalidad (nunca mejor dicho), desde lo más básico de la Tierra... hace erupcionar un volcán en Islandia, esa isla que está por ahí arriba, por encima de Gran Bretaña, donde se bañan en aguas hirviendo, con -45ºC en el exterior y, hala, el mundo occidental se para. Y el Barça tiene que viajar a Milán en autobús. Pobres.

Porque la Naturaleza puede hacer con nosotros lo que quiera. Tal vez, es su manera de recordarnos que nosotros somos también Naturaleza, por mucho que nos empeñemos en "artificializarlo" todo.

Si te pones a pensar en el follón que hay ahí afuera, en el Universo, con tanto planeta orbitando alrededor de tanta estrella, a unas velocidades impensables, con tanto asteroide suelto, con tanta explosión de supernovas... y nosotros aquí, abajo, centrados en nuestras vidas pequeñajas, haciendo un mundo de una cuenta que no cuadra, de un mensaje que no llega, de una uña que se ha roto...

Nos creemos grandes, poderosos, súper guays... pero somos pequeñajos. Y eso, al contrario de lo que pueda parecer, debería hacernos más felices, porque, total... tanto follón para que venga un volcán y nos pare los pies... ¿no creéis?

viernes, 16 de abril de 2010

Once meses después...

He decidido mantener, al menos por un tiempo, el título del blog, a pesar de que ya no estoy en Hollywood. Ni en Hollywood, ni en algún que otro sitio. Porque, en cierto modo, sigo siendo y, siempre seré "una doña nadie en Hollywood".

Pero, como Madrid no es Los Ángeles (bendito sea Dios), tendré que contar aventuras menos aventuradas y sobre todo, menos glamourosas (si algo fabuloso no lo impide).

Aventuras de la vida cotidiana. Esas pequeñas cosas que a todos nos pasan todos los días y que marcan realmente la diferencia entre un día y el posterior (y que son algo más que la fecha del calendario). Porque todos los días, por parecidos que sean, son distintos, especiales, por algo en concreto.

Ayer fue un día de esos, como todos. Yo me encontraba justo en medio de mi rutina. Sentada frente al ordenador, rodeada de papeles que estaba a puntito de organizar, con España Directo puesto de fondo, muy de fondo.

De repente, el habitual vacío de mi oficina se vio alterado por alguien que entraba en ella, a eso de las 19:30. A esas horas, no podría ser nadie más que alguien del servicio de limpieza. Y, efectivamente, así era. Se trataba de un joven ataviado con un mono gris y granate, que portaba una escalera de mano. Me dijo que venía "a limpiar los altos". Jamás en mi vida habría pensado que hubiera alguien dedicado exclusivamente a limpiar "los altos". Sobre todo, porque "los altos" de mi oficina, son algo bajos. Vamos, que la misma persona que limpia "los bajos" (ejem), podría aprovechar también y limpiar "los altos". Puede ser que la gente que limpia "los bajos" sea demasiado baja para limpiar "los altos" y viceversa, pero en ese caso, saldría más barato contratar a personas de mediana estatura, que llegaran a todas partes con cierta comodidad. Pero oye... no seré yo quien critique el reparto de tareas.

El caso es que el chico de la escalera reparó enseguida en el soniquete que salía del aparato de aire acondicionado. "Vaya musiquita tienes ahí", me dijo, desde "los altos" de mi despacho. Yo le dije que ya, ni lo oía, de lo acostumbrada que estaba. Entonces, empezamos a hablar del ruido y de las dificultades de convivir con él (con el ruido, no con el chico de la escalera).

A través de esa sencilla frase ("Vaya musiquita tienes ahí"), me enteré del número de hijos que tenía, del piso donde vivía actualmente, de la cercanía de tal piso a un conocido hospital de la ciudad, de la incomodidad que supone vivir justo al lado de una gasolinera (por el dichoso "ha elegido usted gasolina súper"), de que se va a mudar a un adosado de las afueras, donde espera que los vecinos sean agradables, de que tiene una hermana que se fue a vivir a otra provincia por amor y de que en su pueblo le consideran "frío" porque no se inmuta cuando oye una ambulancia.

Claro, que él también se enteró de algún que otro detalle de mi vida. Concretamente, de todos los barrios de esta ciudad en los que he vivido (6, nada menos. Una barbaridad, si tenemos en cuenta lo jovencísima que soy -ejem- y que soy madrileña, madrileña) y de lo que me incomoda el camión de la basura, a pesar de vivir en un sexto.

Este pequeño hecho sin importancia, me llevó a pensar en la facilidad que tiene el ser humano (especialmente, el ser humano español) de ponerse a hablar de cualquier cosa en cualquier sitio y en cualquier circunstancia. El chico de la escalera y yo nos contamos media vida y yo le sigo llamando el chico de la escalera. Igual que la señora de la sala de espera del ambulatorio tampoco tendrá nunca nombre, aunque yo sepa que le han extirpado la vesícula y las transaminasas las tiene algo elevadas.

Hablemos, pues, con la gente. Sea quien sea y donde sea. Siempre aprenderemos algo y siempre tendremos algo que contar.