Todos los que me conocen saben que me gusta muchísimo
viajar. No por ello me siento especial, desde luego. La mayoría de las cosas
que me gustan son bastante comunes: comer (es algo que se me nota en la cara)
(y en los muslos), la música (la buena, no como al resto), hacer fotos, tocar
etiquetitas de raso, recorrer en yate las Seychelles bañada en Moët Chandon,
juntar bolitas de mercurio…
El caso es que viajo como casi todo el mundo: cuando tengo
tiempo y dinero. Y, claro, he estado en
el extranjero. No en todo, pero sí en algunas partes del extranjero. Partes
“normales”, nada exótico, aunque sueño con visitar algún día la isla de Tristán
de Acuña, el lugar más remoto del planeta. No porque sea bonito, que creo que
no lo es, sino sólo por poder decir que he estado allí Y TÚ NO. Que para eso
viajo.
Esos viajes por Europa y Estados Unidos me
han servido, además de para perder unas gafas
y un par de aviones que encima no eran míos, sacar alguna que otra conclusión. Todo ello
desde mi punto de vista de viajera intrépida a la que le gusta mimetizarse con
las vidas extranjeras (los que vayáis a mencionar las fotos de Facebook en las
que salgo con dos cámaras, cantimplora y sombrero de paja, os tengo que decir
que es la última moda en las capitales europeas y por eso aquí distinguimos tan
bien a los guiris, pero ellos son así en su vida normal).
Lo primero a destacar es que en el extranjero no hay
persianas. En algunos sitios usan las contraventanas, que son más bonitas, eso
sí. En la Provenza las pintan de vistosos colores. En otros lugares, usan unas
cortinas tupidas. Y en las zonas más septentrionales, no ponen más que un
visillo. En todos estos casos, la luz se filtra. Y yo me pregunto si es que son
seres superiores, con párpados opacos. O si es que somos los únicos equivocados
y las persianas en realidad no son tan buena idea. O si detrás de todo ello hay
una poderosa empresa fabricante de antifaces.
Otra cosa que nos diferencia de Europa, por ejemplo, es que
no tenemos obsesión por las terrazas. A ver, nos encantan las terracitas que
alegremente invaden las aceras de las calles españolas en cuanto sale el sol,
pero, al contrario que en el extranjero, nosotros no vemos necesario tenerlas
todo el año. Ellos no las quitan nunca y en los meses de frío te colocan una
estufa y una manta. ¿Qué quieren demostrar? Nosotros ponemos nuestras terrazas
con dignidad. No nos pasa nada por prescindir de ellas en invierno. No tenemos
ese tipo de “complejos”.
En Francia y en otros lugares de Europa te cobran 0,50€ por
entrar a algunos baños públicos. Esto, que a priori puede fastidiarnos como
españoles, resulta de lo más práctico, porque puedes aliviarte cada pocas
manzanas con la seguridad de que el baño está limpio, tiene su papel, su jabón…
Es como si en el extranjero tuvieran más presentes las necesidades fisiológicas
propias de nuestra especie. O eso, o
retienen menos líquidos. Aquí puedes meterte en un círculo vicioso
infinito, porque para hacer pis, tienes que entrar en un bar y consumir. Si
consumes, al poco rato tendrás que volver a hacer pis otra vez… O también
puedes entrar a El Corte Inglés y aprovechar la “Semana Fantástica” en
cualquiera de los 26 días que dura. Y al final no te sale a cuenta. Son más
rentables los 50 céntimos.
Uno de los tópicos más extendidos es que en el extranjero se
habla inglés mejor que aquí. Falso. Eso sólo se cumple en los países
angloparlantes, lógicamente. En Francia, por ejemplo, no tienen ni idea. Creo
que en Europa, sólo salvaría a los países escandinavos. El resto… bueno, se
defiende como puede. En la República Checa, por ejemplo, es aún peor, porque no
sólo no hablan inglés, sino que fingen que lo saben. También fingen que son
simpáticos, por cierto.
También suele decirse que en Europa comen y cenan prontísimo
y que en España somos más libres con estos horarios. Bueno, a ver… en las
pequeñas poblaciones europeas es cierto que es muy difícil cenar más tarde de las
nueve. En Portree (Escocia), por ejemplo, las cenas comienzan a las cinco y
terminan a las ocho. Pero hoy en día, por lo general, se puede comer y cenar a
cualquier hora y en cualquier sitio. En eso se han españolizado mucho. De
hecho, en Helsinki no hay una hora concreta para comer. Se come cuando se tiene hambre. Es que son
avanzados para todo, la verdad. Podríamos hacer lo mismo con la Nochevieja.
Celebrarla cuando nos apetezca y no cuando
lo diga Anne Igartiburu.
Le he estado dando muchas vueltas a eso de que los alemanes,
las suecas, los holandeses o los italianos sean más guapos que nosotros. Yo
creo que no lo son. A pesar de que en Budapest me enamoré unas siete veces en
un cuarto de hora y que tengo más fotos de alemanes de a pie que de la Puerta
de Brandenburgo, creo que esto se debe a que simplemente, no son “lo mismo de
todos los días”. Igual que las matrículas norteamericanas nos parecen muy monas
y los buzones de correos de Gibraltar nos llaman tanto la atención y en cambio
no hacemos ni caso de los nuestros. Nos parecen más guapos porque siempre nos
gusta lo que nos resulta más difícil y ya sabemos todas que a un español lo
puede tener cualquiera y que si yo ahora mismo no tengo novio ni perrito que me
ladre no es porque yo no quiera, sino porque estoy en un momento de mi vida en
el que necesito estar sola y encontrarme a mí misma y ya aparecerá alguien
cuando menos me lo espere y vete tú a saber dónde está el amor y no se está tan
mal soltera. Pero ese es otro asunto.
Y para acabar, una clara ventaja de España: Zara es más
barato. Es una realidad. Podemos permitirnos llevar ropa de mala calidad, pero
a su precio justo. O no tan escandaloso.
En definitiva, viajen ustedes. Viajar empobrece el bolsillo,
pero enriquece mucho como persona. Como lémur, no tanto, eso sí.