De dónde sale esto.

En mayo de 2009, fui a Los Ángeles en un viaje de trabajo. Se trataba de asistir a un evento anual al que sólo suelen ir los grandes jefes de ciertas empresas, pero ese año, un "gran jefe" no pudo ir y fui yo, una doña nadie. El blog nació sólo como una forma diferente y barata de comunicarme con mi familia y amigos mientras estaba allí, a 9 horas de distancia temporal. Pero luego, le cogí el gustillo y, aunque ya no estoy allí, sino en Madrid, considero que nuestras vidas son unas grandes súper producciones y que yo, al fin y al cabo, sigo siendo una doña nadie en Hollywood.

viernes, 30 de diciembre de 2011

Relativizando.

El otro día, fisgando entre los libros de El Corte Inglés de Goya, encontré El mundo amarillo, de Albert Espinosa. Este verano me leí del tirón, en un vuelo La Coruña-Madrid, su famoso "Si tú me dices ven, lo dejo todo... pero dime ven" y me interesé por ese otro título suyo, que desconocía.

Leí la sinopsis y en ella, se hablaba de los "seres amarillos", que es así como llama Espinosa a esas personas que se cruzan en nuestra vida, ya por unos segundos, ya por muchos años, y que la marcan de forma significativa, que la transforman, que hacen que cambiemos ciertos principios, o creencias, o perspectivas...

Uno de mis seres amarillos, para ayudarme a superar un miedo que me acompañaba desde pequeña, me dijo una frase que logró borrar de un plumazo el 80% de la intensidad de mi fobia: "A mayor mal, mayor bien".

Se podría entender de muchas maneras, pero en aquel contexto se refería a que, cuanta más cantidad de actos malvados hay en el mundo, más cantidad de actos buenos se llevan a cabo. Y es verdad.

Tras una tragedia, siempre nos han sorprendido las reacciones de solidaridad, de unión. Es en la adversidad donde sale lo peor y lo mejor de nosotros mismos.

Está claro que todo se comprende y todo existe porque tiene un opuesto. No hay ruido sin silencio, no hay luz sin oscuridad, no hay mentira sin verdad... y parece ser que no hay bien sin mal. Ni mal sin bien.

Sería fantástico que todos fuéramos capaces de ser solidarios, generosos y amables sin que fuera una simple reacción. Que lo fuéramos porque sí, constantemente. Que los anuncios navideños de Coca-Cola no tuvieran que apelar a ello.

Pero... llegará el 9 de enero y todos volveremos a ser los mismos. Porque el pobre en Navidad da más pena que en agosto. Porque queda peor estropearle al vecino la Nochebuena que el 12 de mayo. Porque es importante cenar con los compañeros en diciembre y en abril no viene a cuento.

Y todo esto no es más que por el contraste, por nuestra dualidad inherente, porque todo es relativo.

Feliz año nuevo.

martes, 6 de diciembre de 2011

Treinta años después.

Hay que ver la cantidad de espectáculos que proliferan alrededor de la vida del treintañero medio.

Aparte de que se trata, obviamente, de un público "deseable", comercialmente hablando, es llamativo que muchas de estas producciones apelen a la nostalgia de los que ahora tenemos treinta y tantos.

Es cierto que la nuestra fue la primera generación cuya infancia estuvo marcada por la televisión y esto hace que tengamos muchos más referentes que nuestros padres. También fuimos, quizás, los primeros en mucho tiempo en tener una infancia más bien consumista. Había "más de todo": miles de marcas de chucherías, un montón de juguetes innovadores...

Para colmo, cumplidos los treinta, la mayoría siguieron siendo un poco niños. Muchos aún no han podido salir de casa de sus padres y eso nos da la sensación, quizás, de tener la infancia más cercana.

Y nos comparamos con los que hoy en día son niños y sentimos pena por ellos, porque casi no juegan al rescate o a la goma, porque no tienen Barrio Sésamo, porque están más gordos, etc., etc.

Nos parece que los de ahora tienen demasiadas cosas y menos infancia. Pero... esto es exactamente lo que nuestros padres pensaban de nosotros. Probablemente sus infancias fueron más difíciles y mucho, mucho menos consumistas, pero a ellos les parecía maravillosa. Igual que a nosotros la nuestra. E igual que les parecerá a los niños de ahora cuando tengan treinta y tantos.

A todos nos encanta recordar, encontrarnos aquel juguete que nos trajeron los Reyes en el 79, ver vídeos de 3, 2, 1, Contacto o de Tocata. Apelar a la nostalgia es comercialmente inteligente.

Es bueno recrearse en los buenos recuerdos y a ello contribuyen estupendamente estos espectáculos. Pero dejémoslo ahí, en el escenario, sin llevarlo como bandera en nuestra treintañera vida diaria. Creer que el pasado fue mejor es un síntoma claro de vejez, pero no de sabiduría.

Es más que probable que, dentro de 25 años, proliferen los monólogos en los que se toque la fibra sensible hablando de Bob Esponja y Justin Bieber, de aquellos obsoletos iPads o de un juguete del paleolítico llamado PlayStation3.
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Toca un tema retro, ¿no? Especial para treintañeros...
The Love Boat