Y es que, de pequeña, no imaginaba mi futuro ni remotamente parecido a lo que es hoy. Con unos cinco años, quería ser varias cosas a la vez: bailarina, actriz, cantante y carpintera. Cuatro cosas absolutamente innatas en mí. De hecho, no sé si me quedó mejor mi última representación de El Cascanueces o el armario ropero de roble de mi cuarto.
Un par de años más tarde, tres amiguitas mías, las más estudiosas de la clase, me dijeron que querían ser azafatas. A mí me pareció una solemne estupidez estudiar tantísimo (1º de EGB era muy duro) para acabar sirviendo bebidas en un avión. Así que, directamente, paseando por Ríos Rosas, le pregunté a mi padre con qué profesión podría ganar muchísimo dinero. Él me dijo que siendo notario. Al día siguiente les comuniqué a las futuras azafatas que yo prefería ganar un pastón sólo con firmar. Estuve también ahí muy acertada con mi pronóstico.
Poco tiempo después, tomé mi decisión más firme: quería ser locutora de radio. Si una adolescente es de por sí absolutamente insoportable, una adolescente que graba a todas horas programas de radio y se empeña en entrevistar a toda su familia y amigos, haciéndoles pasar por George Michael y Milli Vanilli... no os quiero ni contar. Pero, es que, de verdad, quería serlo. Y en eso sí puse todo mi empeño. Estudié lo que tuve que estudiar, me presenté a todas las pruebas, aproveché todas las oportunidades y conseguí unas cuantas. Y, de repente, cuando estaba en el lugar adecuado... lo dejo. Y me voy a la tele. Como decía la canción: el vídeo mató a la estrella de la radio.
Y entonces la vida empieza a dar vueltas y vueltas y me lleva por sitios a los que a veces quiero ir y otras no... y cumplo treintaybastantes y me doy cuenta de que no me parezco en nada a aquella persona que pensé que iba a ser. Y que, en cambio, estoy bastante satisfecha en general de no haberme casado con el tal Carlos a los 23 (y menos, de azul).
Guardo unos cuantos diarios que solía escribir. El primero lo empecé a los 9 años. El segundo, lo escribí de los 14 a los 18. Y me da una alegría inmensa ver que ahora me parezco mucho más a la niña de nueve que a la de quince. Creo que, en cierto modo, la madurez no es más que la aceptación de que somos niños, que no nos da vergüenza serlo y de que somos lo bastante mayores y sensatos como para no querer dejar de serlo.
Aprovechando el tema, hoy os regalo una canción de Jobim que adoro, llamada "Insensatez".
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